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Vivimos tiempos difíciles. Tiempos de confinamiento, de quedarse en casa para salvar a otros. El verbo latino “confinar” se deriva del vocablo clásico “confinis” (que comparte un límite común), formado por el prefijo “con-” (cosa compartida, comunidad o conjuntamente) y el sustantivo “finis” (límite, fin, final, frontera).

Y en esas estamos todos. Cada uno de nosotros nos hemos convertido en parte de una comunidad global que comparte un límite, un final, una frontera común: las paredes de nuestra propia casa. Pero también el resonar de un mismo eco en forma de esperanza aplaudiendo desde balcones y ventanas.

Niños y mayores, padres, abuelos, hijos y nietos… familias enteras atenuando la espera, anhelando la
estabilidad de esta curva de fallecidos y contagios que da tanto miedo. Con los deseos puestos en que no le
toque a ninguno de nuestros seres queridos y con la ilusión de que esto pase pronto y que, como comunidad, todos salgamos reforzados.

Ya lo decía Heráclito, “lo único constante es el cambio” y este cambio tan abrupto, este estado de alarma en el que vivimos, nos ha cambiado a todos. Quizá por ello necesitamos más que nunca la sensación de pertenencia a una comunidad, a una colectividad más allá del individualismo que se antojaba como el compás único de nuestros pasos.

Aunque todos estamos viviendo lo mismo, la certeza de lo desconocido crea la ilusión de que estos días de
confinamiento son algo irreal, como una de esas pesadillas que te hace despertar en mitad de la noche. Afuera todo es convulso, el mundo se ha parado, las calles han quedado desiertas. La cotidianeidad fuera de nuestros hogares se ha desvanecido. Todo lo que creíamos seguro, todo lo que dábamos por sentado ha quedado fuera de contexto, pendiendo de un hilo, cerciorado por la incertidumbre. Las ciudades, más allá de los hospitales, parecen inertes sin nuestra presencia bulliciosa.

Pareciera que hemos quedado inmóviles, pero por dentro, en nuestro interior, los sentimientos siguen latiendo, quizá por momentos a un ritmo más acelerado.En este confinamiento, en este límite común que está marcando nuestras vidas, yo me siento afortunada. Sí, muy afortunada, porque además de una ventana en el salón desde la que aplaudir y mirar al exterior, todas las semanas llega puntual la hora de mi terapia online, mi hora compartida. Una hora en la que puedo verme, sentirme y expresar mis temores y tropiezos.

Vivo ese espacio como un acogedor balcón al sol en el que me siento segura; un balcón soleado al que
asomarme para ver el mundo, pero también para verme a mí misma, para mirar adentro. Y lo mejor es que, en ese balcón, en ese momento, no estoy sola.

Sara, mi terapeuta, me acompaña con su comprensión y escucha, me da voz e identidad. Me guía como un
faro y consigue que no me pierda en el confinamiento autoimpuesto que hace muchos años instalé en mi
cabeza. Es mi espacio seguro en este estado de alarma.

El trabajo que está haciendo conmigo me reconforta, calienta mis rincones oscuros como el sol que alimenta los primeros cerezos en la primavera.

Desde mi salón puedo verla, escucharla y compartir mis lágrimas sin sentirme juzgada. La terapia, en este tiempo de confinamiento, es mi balcón al sol. Un balcón al que puedo salir sin miedo y del que cada día me llevo una nueva enseñanza. Sara me guía y me ayuda a analizar mis límites, mis fronteras, mi “finis”. No estoy deshabitada, no me siento vacía. La terapia me permite validar mis emociones, entenderlas; curar
heridas que llevaban mucho tiempo a la intemperie.

Aunque afuera todo es incierto, aunque nadie sabe cuándo terminará este confinamiento, aunque todos
tenemos miedo, yo no me siento atrapada. Tengo un balcón al sol que me hace sentir segura y en el que
siempre estoy acompañada.

Gracias a todo el equipo de AMAI TLP por vuestro esfuerzo, por acompañarnos a pacientes y familiares en estos difíciles momentos.

Escrito por paciente AMAI

AMAI TLP

AMAI TLP, es la Asociación Madrileña de Ayuda e Investigación al Trastorno Límite de la Personalidad.